Foto: Carolina Teitelbaum.
Nací el 23 de julio del cuarto invierno de la década de los ochenta, siglo anterior. Hija menor de una familia de seis, crecí rodeada por el verde y la falta de hormigón. Campo, olor a pasto húmedo, escarcha invernal, grillos nocturnos, perros corriendo, infinitas estrellas, flujo de imaginación. Crecí bailando los Beatles con mis hermanos iluminados por el fuego alrededor del hogar, al compás de las llamas.
Soy estudiante de periodismo, pero estaría describiéndome de manera incompleta si no mencionara que expreso lo que no puedo poner en palabras a través del dibujo desde mi niñez. Tengo una inagotable afición tanto por la música, la pintura y la fotografía, como también por todos aquellos mundos en los que uno se inmiscuye movido por las emociones. Aficionada del movimiento, el compromiso, la conexión y el consecuente cambio.
Recientemente estudiante de montaje cinematográfico. Dí con el séptimo arte al buscar un lenguaje en el cual se pudieran contar las distintas realidades que no son consideradas noticia hoy, aquellas que jamás tienen auspiciantes, las que tienen que ver con lo emocional en cada uno.
Aplaudo de pié artistas como Jim Morrison o John Lennon, por buscar encontrarse con ellos mismos y, por ende, con sus ideologías, y, también, por llevarlas a la práctica sin importar consecuencias y evitando grises; Freddy Mercury, por su inagotable talento; Chomsky, Nietzsche, Schopenhauer o Freud, por promover en uno un cuestionamiento constante y hacia todo, asegurándonos de arremeter contra la vida vivida desde el prejuicio.
Huyo, finalmente, de mi posible participación en la difusión del abatimiento mental, de la consecuente desidia en la búsqueda de ideales, del no movimiento y del no abandono de la queja pasiva.